En la primera parte de
su Filosofía de la educación, Gustavo
Cirigliano (1972) realizó un valioso análisis fenomenológico de la educación.
En él refirió la dificultad que entraña esta actividad que puede ser concebida
como concepto, hecho o fenómeno. El
problema no es simple. De la manera de concebir la educación depende en cierta
medida su abordaje; de la idea que se tenga de la educación se deriva entonces
la práctica educativa misma. Bajo esta óptica, ver la educación como concepto
implica mirarla desde un plano teórico o especulativo; concebirla como hecho es
verla como algo descriptible y registrable; mientras que entenderla como
fenómeno sugiere comprenderla como algo perceptible que, además, puede y debe
ser interpretado.
David
René Thierry afirma al respecto:
La educación,
asumiendo que ha sido resuelta la posibilidad de conocerla, es ¿estática o
dinámica?, ¿un hecho o un fenómeno?, ¿un proceso o un sistema?, o bien es un
todo integrado y delimitado al que denominamos realidad educativa. La realidad educativa incluye los hechos
(estáticos) y los procesos (dinámicos) educativos que pueden conocerse
directamente, no sin ser en cierta medida un capricho heurístico debido a los
problemas no resueltos de la percepción humana, pero que también requieren de
interpretación, lo que se facilita gracias a la hermenéutica, a la que debe
acompañarse con una investigación exegética.
La realidad educativa
es un sistema dinámico complejo, ¿quién dijo que era fácil educar y estudiar a
la educación? (Thierry, 2011: 6).
Precisamente
porque la educación es algo dinámico, cambiante y complejo, es también un
asunto que se presta a discusión. Y es que, al estar ligada a una forma de ver
el mundo (cultura), a maneras de transformar el mundo (técnicas) y a modos
diversos de habitar en el mundo (instituciones), la educación está vinculada a
un modelo de ser humano pero también a un ideal de sociedad (utopía) que, si
bien no es existe, se piensa como algo preferible y deseable, posible de
construir.
Como sabemos,
históricamente la educación ha sido vista como un proceso que atiende la
necesidad humana de plenitud. El ser humano –desde la concepción misma de los
griegos y hasta nuestros días–, no es propiamente sino que está
siendo. Ya Nicola Abbagnano y Visalberghi, en su Historia de la pedagogía habían dicho que la naturaleza y las
tareas de la educación pueden comprenderse si se revisa el mito de Prometeo.
Según éste, “el género humano no puede sobrevivir sin el arte mecánico y sin el
arte de la convivencia [pero además] estas artes, justamente por ser tales (es
decir, artes y no instintos o impulsos naturales) deben ser aprendidas” (1996: 9).
Esto llevó a Mario Alighiero Manacorda (1998), al referirse a la educación, a
hablar de un proceso de aculturación
o socialización en donde un niño o
joven aprende a insertarse en una sociedad adulta.
Es innegable que la
educación, como hecho o proceso, traba una ligazón con una cultura y una
civilización específicas; pero también con un tipo de aprendizaje y enseñanza
que aluden a la aculturación o socialización que refiere Manacorda y que,
valiéndose de una instrucción, formal
o no, hace que las generaciones adultas
entreguen a las generaciones más jóvenes las creencias y costumbres de la
comunidad, la religión, los hábitos y, obviamente, todo aquel conocimiento
indispensable para preservar su existencia.
Estos aspectos –la sociedad, el
espacio, el área cultural, la mentalidad colectiva y la conservación de una
continuidad que se entrega, que se hereda–, explican el grado de formación
alcanzado por cualquier comunidad humana. La cultura es, entonces, un proceso de formación pero a la vez el resultado de dicho proceso. En tanto
proceso, es decir en tanto aculturación, se refiere a la adquisición de pautas
de conducta o comportamiento que surgen precisamente de las relaciones que se
entablan entre individuos. O como Paulo Freire prefiere decir, la cultura es la
“adquisición sistemática de la experiencia humana” (1969: 107). Ésta, cabe precisar,
es prescrita en algún sentido para ser respetada, validada, asumida y, sólo en
algún grado, perfeccionada. La aculturación implica entonces enseñanza y
aprendizaje; y enseñar es, en términos generales, indicar, mostrar, instruir;
mientras que aprender implica “tomar, apoderarse de algo, aprehender”
(Rodríguez, 2006: 145). La educación incluye necesariamente los dos ámbitos y,
como nos recuerda Fernando Savater, “separar la educación de la instrucción no
sólo resulta indeseable sino también imposible, porque no se puede educar sin
instruir ni viceversa” (1997: 47).
Etimológicamente, la palabra
educación procede del “latín educare, que significa crear, nutrir o
alimentar; y de exducere, que significa sacar, llevar o conducir desde
dentro hacia fuera. [De esta forma,] su etimología puede connotarse de dos
maneras: como proceso de crecimiento estimulado desde fuera, y como
encauzamiento de facultades que existen en el sujeto que se educa” (Saavedra,
2005: 56).
Lo que importa es pensar, siguiendo
la filosofía de la educación de Paulo Freire, en algo que parece una obviedad:
si educar es sacar lo mejor que hay
en un sujeto, ¿por qué nos hemos empeñado en meter conocimientos, como si el alumno fuera una jícara que es
preciso llenar? La concepción de la educación que Freire criticó y llamó bancaria[1],
entendía aquélla como el “acto de depositar, de transferir, de transmitir
valores y conocimientos […]” (2008: 79). Una educación donde el educador se
reserva, para sí, la exclusividad de saber, educar, pensar, hablar, prescribir,
actuar y decidir lo que ha de enseñarse y aprenderse, y de qué formas. Freire
propuso un tipo de educación distinta, donde veía la práctica educativa como un
proceso gracias al cual es posible hacer aparecer las potencialidades de cada
ser humano a partir de situaciones gnoseológicas que son también situaciones
políticas.
Resumiendo. Hemos dicho que, en Freire, es
precisamente la conciencia que el hombre tiene de sí mismo y de su inconclusión
la que alimenta por una parte lo que él llamó su vocación ontológica de ser más y, por otra, la que lo torna
educable. Según Freire, “es en esa inconclusión que el ser humano se torna
educable” (2004: 25). La educabilidad humana es entonces este esfuerzo de los
seres humanos por alcanzar plenitud; esta tendencia a mejorarse, este llamado a
ser más, esta disposición de perfeccionamiento, este impulso de crecimiento
individual y social que nos caracteriza y nos distingue del resto de los
animales. La educabilidad humana está enraizada en nuestra falibilidad y en la
apertura a nuevos saberes; y es ésta una de las categorías fundamentales del
pensamiento freireano. La educabilidad
alude la plasticidad individual y la proclividad de los seres humanos a crecer
como personas. A través de la educación, el ser humano puede superar su
inmadurez, su condición de desamparo y su invalidez originaria.
Fuentes
Abbagnano, Nicola y A. Visalberghi. Historia de la pedagogía. Trad. José
Hernández Campos. Fondo de Cultura Económica, México, 1996, 711 pp.
Cirigliano,
Gustavo F. J. Filosofía de la educación.
2ª ed. Buenos Aires: Hvmanitas, 1972, 202 pp.
Freire, Paulo. El grito manso. México: Siglo XXI, 2004, 112 pp.
Freire, Paulo. La educación como práctica de la libertad. Trad. Lilién Ronzoni.
40ª ed. México: Siglo XXI, 1969, 152 pp.
Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. Trad. Jorge Mellado. 58ª ed. México: Siglo
XXI, 2008, 246 pp.
Rodríguez Castro, Santiago. Diccionario etimológico griego-latín del
español. México: Esfinge, 2006, 248 pp.
Savater, Fernando. El valor de educar. México: Ariel, 1997, 223 pp.
Thierry García, David René.
“El pedagogo, su objeto de estudio y su campo profesional: un asunto
epistemológico”. Al pie de la LETRA. Revista de la Escuela Normal de Tenancingo,
Año 5, Núm. 8, México, marzo de 2011, pp. 4-8.
Thierry García, David René. “El triángulo cautivo: enseñanza, asesoría y
tutoría”, Paedagogium. Revista Mexicana
de Educación y Desarrollo, Año 2, Núm. 11, México, mayo-junio de 2002, pp.
20-23.
[1] Cabe decir que la noción de educación bancaria no pertenece a
Paulo Freire, él la retoma de Pierre Furter quien nació en Suiza en 1931. Furter, después de doctorarse en filosofía de la educación, trabajó
durante largo tiempo en América Latina, primero en Brasil, luego en Venezuela.
Actualmente es profesor en la Universidad de Ginebra, donde se ha desempeñado
como profesor de Educación Comparada y de Planificación en la Facultad
de Psicología y de Ciencias de la misma Universidad. Este importante filósofo y
pedagogo ha criticado duramente la estratificación entre niveles educativos y referido
que la crisis educativa está ligada esencialmente a la deficiente formación de
los maestros.